Podríamos pensar que los documentales que reflexionan sobre la moda son aburridos. Podríamos pensar que rara vez captan la esencia de ese negocio frívolo y a la vez profundo. Pero entonces, ¿cómo explicar la extraña fascinación que despierta Apuntes sobre ciudades y vestimentas?
Win Wenders rodó Apuntes sobre ciudades y vestimentas (1989) por encargo del Centre Pompidou. ¿Su protagonista? El diseñador japonés Yohji Yamamoto.
En este film, recuerdos y realidad se entrelazan de una forma peculiar, reforzada por el vanguardismo visual del producto.
El diálogo con Yamamoto aporta datos sobre su vida. Wenders se introduce tangencialmente en la memoria de un padre perdido en la guerra y ordena los primeros pasos de su interlocutor en el campo de la moda. Asimismo, capta reflexiones sobre la visión que el modisto tiene de esta actividad.
Wenders explora esos territorios del recuerdo y el presente con fotografías antiguas, secuencias urbanas de Tokio, tomas de los salones en que se desarrollan los desfiles...
¿Y cuál es el elemento que da carta de naturaleza a la tecnología japonesa en este documental? Un watchman para cassette de vídeo de 8 mm., fabricado por Sony, que Wenders superpone a la la imagen cinematográfica, duplicando las fuentes de referencia visual para el espectador.
Con todo, no creo que deba deducirse que el cineasta alemán pretende resumir al Japón moderno mediante la metáfora tecnológica. Más bien considero que busca un modo de explorar la realidad nipona con unos recursos que le permitan elevarse por encima de la retórica propia del medio, según se deduce de sus palabras: "Las fotos de August Sander y las imágenes de las películas de John Cassavettes podían dar cuenta del espíritu de la época (...) ¿Pueden las imágenes electrónicas reproducir la realidad cotidiana de una ciudad como Tokio? (...) ¿Podemos fiarnos de las imágenes electrónicas?"
En un momento dado, Yohji Yamamoto le dice a Wenders: "Quizá la moda y el cine tengan algo en común. Y hay algo más. Este film me da la oportunidad de encontrarme con alguien que ya había despertado mi curiosidad, y que además, ya había trabajado en Tokio".
Sin entrar en lo afortunado del logro visual, creo que vale la pena destacar este propósito de Wenders, puesto que es uno de los pocos realizadores que, de forma consciente, se propone huir del estereotipo a la hora de trasladar su visión de lo japonés al cine europeo.
De hecho, Wim Wenders plantea en varias de sus películas un reflejo de los patrones culturales japoneses sin exaltar la perspectiva exótica como algo inabarcable, situado más allá de toda comprensión.
Antes al contrario, prima en ellas una estimulante sensación de universalidad, manifestada, eso sí, de diferentes formas.
Todo ello se advierte en otro film documental de Wenders, Tokyo–Ga (1985), en el que la idealización cinematográfica se enfrenta con una realidad sorprendente: "Rodé Tokyo–Ga en mi tercer viaje a Japón y fue un tanto extraño. Eramos dos, mi cámara Ed Lachman y yo. Pasamos allí tres semanas, y nuestra intención era hacer una especie de diario, no un documental. Queríamos seguir la pista de Ozu y ver qué testimonios podíamos encontrar, teniendo en cuenta que en sus películas había observado profundamente los cambios producidos en la sociedad japonesa. Mi idea era mezclar esta búsqueda con la mirada de un extranjero como yo, que llega al país creyendo conocerlo bien gracias a los filmes de Ozu".
Esta pretensión se cifra en diversos cuadros que, curiosamente, nada tienen que ver con el Japón de las tradiciones milenarias. Como antes hiciera Roland Barthes, Wenders se fija en los jugadores de pachinko y en su obsesivo seguimiento del azar que propone el juego.
Visita los parques urbanos en que los jóvenes practican un rock que la americanización global ha convertido en patrimonio universal. Busca el origen industrial de esos alimentos de plástico que se reproducen en los escaparates de los restaurantes para ofrecer una imagen visual de su menú.
Sólo las entrevistas con Chishu Ryu y Yuharu Atsuta, actor y cámara de Ozu, remiten a un tiempo en que ese proceso transformador iniciaba su más reciente marcha, tras la postguerra.
Un detalle muy interesante a resaltar con relación a la mirada de Wenders es que no reconoce en Japón un ambiente hostil, pese a las incomodidades derivadas de la masiva población del archipiélago.
Enamorado del paisaje urbano de Tokio, Wenders parece sentirse particularmente cómodo en la vida social japonesa: Detrás de esta estructura social que a veces puede parecer dura, existe más cordialidad, ternura y tranquilidad que en ningún otro país que yo haya conocido. En Japón tenemos un modelo a imitar.
Algo parecido cabe decir de otra película suya, Hasta el fin del mundo (Bis ans ende der welt, 1991), si bien en este caso Japón se ofrece no sólo como una escenografía peculiar, sino como una civilización que colabora activamente en el desarrollo global, fundamentalmente a través de la tecnología audiovisual, un sector que fascina al cineasta.
El film es una superproducción con un número importante de colaboradores japoneses en el equipo y con parte de su ambientación en determinados lugares de Tokio, donde Claire Tourneur (Solveig Dommartin) sigue el rastro de Sam Farber (William Hurt). Los hoteles–colmena y las calles iluminadas de neón se convierten en los elementos con que Wenders caracteriza brevemente la ciudad, si bien serán las pantallas de alta definición y la cámara de ondas visuales con que Farber quiere recuperar de la ceguera a su madre, Edith Farber (Jeanne Moreau), las aportaciones de origen japonés más relevantes del largometraje.
Guzmán Urrero
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