Foto: Emiliano Penelas
Yo no dirijo actores, no digo a nadie lo que tiene que hacer. Filmo por momentos, esperando algún acontecimiento importante. No puedo ni podría filmar en ambientes urbanos, porque en parte se escapa a mi comprensión y porque además tengo un problema técnico insoluble, ya que mi equipo no me permite filmar y grabar simultáneamente. Este inconveniente se adapta perfectamente para filmar gente de gran vida interior y solitaria, rodeada de pequeños objetos que marcan muchas veces el ciclo de una vida. Hermógenes y sus tallas en madera, Cochengo y el molino de agua. Cuando filmé Cochengo Miranda , un puestero y cantor que habita en el confín de la pampa, empecé a sentir en medio de esa inmensa soledad la presencia del molino, algo que yo había valorado poco al comienzo. Ese molino, sin embargo, lo había sacado de la esclavitud del trabajo manual, que debía realizar prácticamente durante todo el día, para extraer agua de un pozo de más de cincuenta metros de profundidad. Al vivir así la vida de un personaje se empiezan a descubrir cosas que difícilmente podría indicarte un antropólogo, a menos que viva de la misma manera que yo lo hice.
Por eso creo que mis películas no son antropológicas ni etnográficas, sino documentos humanos, en los que sólo importa la realidad humana que se va a trasmitir. Son vivencias intransferibles. Considero que el cine que hago no es absolutamente objetivo, sino más bien subjetivo, y por lo tanto no es científico. Tampoco creo ser un artista, porque no estoy creando.
No me propongo hacer arte, aunque el filme sea parte de un fenómeno estético, sino transmitir vivencias, experiencias. Cochengo Miranda es el resultado de un año de convivencia con él. Necesito tiempo, mucho tiempo.
Desde que empecé a concentrarme en personajes marginados o solitarios, como en el caso de Hermógenes Cayo, luego del cual hice varios otros en el mismo sentido- empecé a pensar en el cine que estaba haciendo y en mí mismo. Soy un solitario, conozco muy poca gente del ambiente cinematográfico, padezco de un complejo de inferioridad, debido fundamentalmente a una enfermedad que sufrí hasta los veinte años (el asma), y a la sobreprotección de mi madre. Los dogmas me provocan desconfianza y nada me satisface plenamente, salvo el hecho de tener comunicación con una o dos personas. Por eso cuando empecé a acercarme a Hermógenes Cayo, un indio imaginero que vivía en el altiplano argentino, muy cerca de Bolivia, me di cuenta que el tipo de cine que estaba haciendo era el que más satisfacción me daba porque se unía a estar en contacto con un hombre de una vida interior muy rica, y el ponerme a su servicio. El estilo de mi segunda etapa cinematográfica puede definirse por eso.
Les facilité el micrófono para que se expresen. A veces dicen cosas con las que no estoy de acuerdo, pero no las suprimo, porque esa es mi posición y trato de ser fiel a ella. Así es que nunca puedo hacer un filme sobre alguien a quien no conozca y no quiera. Al convivir con una o dos personas, o con un grupo humano pequeño, durante meses y penetrar en sus vidas, no con curiosidad científica, sino humanamente, la experiencia se convierte en un hecho vital y fundamental. El producto de esta experiencia -a veces de dos años de convivencia- resume esas vidas en una hora y media de proyección, que además surge como un producto estético. Lo importante, sin embargo, pasa por el hecho de prestar voz e imagen a los que no la poseen. En los centros urbanos, siempre hay formas de ejercer presión, a través de grupos vecinales, sindicales, asociaciones, partidos, etc.
Es decir, que en los centros urbanos se va a encontrar gente que lucha por sus intereses. En las zonas rurales, apartadas por distancias enormes de las grandes ciudades, como es el caso de Argentina, no sólo no hay grupos de presión, sino que se va a encontrar gente explotada por los comerciantes o bajo el dominio político de gobiernos que no responden a sus intereses, o engañada por autoridades locales. Esa es la gente que me interesa. Por eso le facilito el micrófono y la imagen. Eso es también lo que en lo personal me satisface.
El aspecto ideológico de mis películas se lo puede hallar, creo yo, en la elección de los temas. del que recibe los azotes. Sin embargo, intento hacer un cine sutil, de unas cuantas verdades, para que el espectador se sienta movilizado a realizar aportes. Uno de los elementos que más me importa es la emoción. Utilizar la emoción más que la fría y calculada mirada intelectual.
Mis filmes son simples documentos de gente que necesita ayuda; no son ideológicamente agresivos ni dogmáticos. Mi convicción es que la gente se vincula a los demás a través de los sentimientos, más que a través de ejercicios intelectuales, teorías, discusiones o debates, que pueden ser rebatidos por otras teorías, discusiones y ejercicios. . . pero cuando un hombre siente, sus emociones son indelebles y es nuestro deber hacerlo más sensible a los sentimientos que a las teorías. Por lo menos en el cine.
En cuanto a si el cine que hago puede catalogarse como etnográfico, debo advertir que no. No soy etnólogo, ni sociólogo, ni antropólogo. Realizo mis trabajos a la inversa de un científico. Entro en contacto con uno, dos o tres individuos y trato de sumergirme en sus problemas, y con estos problemas se forma el universo de estas personas, de vidas similares y diferentes a las nuestras. En general, los trabajos antropológicos son racistas, por dos razones: 1) porque la antropología empezó siendo una ciencia racista, para tratar de controlar a los dominados; y 2) porque los antropólogos son gente sofisticada, muy culta, en el sentido urbano de civilización.
Van y miran y ¿qué les llama la atención? Las cosas y hechos distintos. A ellos no les interesa, por ejemplo, que un grupo de gente como los araucanos sea de labradores o campesinos, sino su danza ritual, el nguillatún. Algo rarísimo. Una fiesta ritual en la que los hombres gritan, dan vueltas, pegan trompetazos, etc. Entonces se dedican a filmar tres horas de nguillatun. Pero, ¿que es el nguillatun, no en la forma sino en el contenido? Una ceremonia destinada a pedir a Dios ciertas cosas, no muy diferentes de las que se piden en una misa cristiana. Por eso es que dentro de mi filmeAraucanos de Ruca Choroy , de cincuenta minutos de duración, le dediqué apenas cuatro, es decir, un diez por ciento, porque para mí es un hecho más dentro de todo un ciclo humano, ni menor ni mayor que otros. Si le dedicara más tiempo estaría insistiendo en el hecho de que esa gente se comporta como salvaje, y eso es básicamente racista. Lo que trato de mostrar es que el nguillatún es sólo una parte de todo un contexto lógico, y que esas personas no son diferentes de nosotros, pero que están olvidadas y marginadas por una sociedad indiferente.
Por otra parte, la antropología implica el dominio de un método. Es una ciencia. El antropólogo decidido a recoger una documentación filmada, por lo general se hace acompañar por un cineasta a quien indica lo que tiene que filmar, pero de este método no surge necesariamente una cinta, estética y dramáticamente construida.
Los antropólogos que filman no hacen cine, sino fichas filmadas. Yo he visto mucho cine antropológico y casi todo ese cine es aburridísimo: no es otra cosa que notas antropológicas, que desechan un detalle importante como es la vida interior de las personas en beneficio del análisis general. A veces se acercan al hombre para documentar de cierta manera hechos cotidianos como el comer, el hacer cosas, etc. y a eso se le llama antropología material, que viene a ser la explicación de ciertas conductas. Generalmente le agregan a la filmación una narración en off de esta manera todo se ve como a través de una ventana, porque lo que hacen es explicar todo desde una posición extrema, desde fuera de los fenómenos humanos. El hecho importante que cambia la significación de un filme es la voz y el pensamiento de los protagonistas. Así pues, si se documenta una danza ritual de un grupo humano, éste puede convertirse en un hecho exótico a menos que quienes danzan expliquen desde su cultura las razones que motivan dicho acto. Ahí cambia todo de significado y de dimensión. Si el antropólogo explica, por ejemplo, cuantas vueltas dan por acá, cuantas por allá, y cómo beben sangre de carnero, como suele suceder en las películas antropológicas francesas, concebidas para explicar a los occidentales las extrañas conductas de grupos humanos desconocidos, nada se demuestra con ello, por lo menos nada esencial. Lo importante es entonces que ellos mismos expliquen desde su cultura el porqué y el para qué de la danza o de, cualquier otro hecho de significación. Por eso, cuando hice Hermógenes Cayo, descubrí que el filme ya estaba dentro de ese hombre, que ya existía en él, y que él lo estaba realmente haciendo, también desde su mundo y su cultura.
“Nosotros queríamos quedarnos con nuestras tierras y ver si podíamos conseguir lo que nosotros anhelábamos... y sacar nuestras tierras libres... y así ... para poder trabajar nuestras tierras ... hacer cercados y casas ..., en las partes donde cada uno pudiera. Y de ahí nos hemos dispuesto a bajar nomás a la Capital, a los Buenos Aires. A pedir nuestras tierras, ... caminando de a pie. -Uh! Hemo, andado más de dos meses para llegar. Dos meses y medio. Una caravana del altiplano del norte, de los últimos rincones del norte, que se intitula Malón de la Paz por las Rutas de la Patria . No de los otros malones del tiempo de antes, de antaño... así nomás, gente del altiplano, eramos ciento setenta y cuatro con los hermanos de Orán. ¿No? Hasta Tucumán se ha sufrido un poco no, pero no mucho".
En general, los antropólogos han hecho películas etnográficas como parte de su trabajo de campo usando al hombre como objeto de observación, y sólo desde hace poco tiempo se ha procurado incluir también a cineastas profesionales. Pero este tipo de colaboración plantea un problema: ¿Dónde se pone el acento?
En la cultura material y los detalles que muestran las diferencias entre las diversas culturas -dejándonos insatisfechos y aburridos- o en el flujo dramático de los acontecimientos, en el que se presentan las formas de hacer las cosas, en el contexto de las rutinas normales? Si este último fuera el caso, pienso que quizá los antropólogos respetarían más la intuición y la habilidad creativa del cineasta, cuya preparación le permite hacer resaltar el contenido dramático de cada situación. Por eso pienso que es más valioso seguir a un miembro de una cultura determinada y aprender a través de los hábitos y costumbres de esa cultura, observando cómo interacciona con su familia y su sociedad, que tomar el camino fácil de documentar la superestructura de una cultura casi sin conocer a sus protagonistas, salvo de manera superficial y estereotipada.
A diferencia del cine antropológico, mi cine está concebido como un instrumento de comunicación y no como un fin en sí mismo. A veces he trabajado en una filmación durante siete años, al tiempo que realizaba otras. No estoy urgido por terminarlo, sino por la idea de transmitir a través de una experiencia que he vivido, una búsqueda de conocimiento en la cual algunos seres humanos tratan de explicar el mundo que viven.
Pero si bien he tenido extraordinarias experiencias humanas, no creo que haya verdadera satisfacción en ninguna realización, por sí misma. Cuando la razón para filmar es simplemente vivir bien, cuando una cultura está tan satisfecha que no hay más fines que la satisfacción personal, cuando la antropología no tiene más finalidad que la antropología misma, entonces los medios se convierten en fines.
Creo que mi cine es también político. Pero como no estoy comprometido con ningún partido político, mi cine no tiene el peso que podría tener dentro del panorama latinoamericano. Creo, eso si, que mis películas pueden perdurar en el tiempo, a diferencia de los filmes políticos concebidos para coyunturas políticas. Estoy convencido, además, de que todo lo que muestra la verdad, es un hecho político.
Yo no he transitado por la política debido fundamentalmente a haber sido criado en un medio sin conflictos, sin problemas, privilegiado, con todas las facilidades. Lo que aconteció conmigo es que cuando me fui acercando a ciertas realidades no agradables, y saberme un privilegiado, comencé a sentir rechazo por lo que había tenido. Y luego ese rechazo empezó a convertirse en un deseo de ayudar a otros. En comprometerme con ese deseo. Quizá mi mayor compromiso está reflejado en dos filmes que tratan dos temas límites. Uno es el que hice sobre los últimos sobrevivientes de un grupo indígena del sur de Argentina, Los Onas, que no es totalmente mío, pero que hice por convicción, y el otro es Los hijos de Zerda, donde aparece la horrenda explotación de un hachero. Al hablar Zerda de esa explotación, yo obtuve una nueva visión de la vida. Ahora voy a completar el filme con un epílogo sobre la circunstancia histórica de esa explotación, y esto es algo que me surge ahora como necesidad. Es la primera vez que siento la necesidad de explicar personalmente la circunstancia histórica y la explotación.
No creo ser un valiente, más bien es posible que sea un cobarde solitario. Salvo en los últimos tiempos, en que empecé a sentir diversas formas de presión.
Es cierto que hay cierto romanticismo en lo que hago. Yo no fui un hombre alegre. Al encontrar otras formas de vida, quizás más limpias que la mía, no urbanas, sino rurales y apegadas a la tierra, emparentadas con la naturaleza, me han despertado cierta simpatía. Me gustaría que mis filmes, concebidos también como un aporte para el cambio social, puedan ayudar a la gente que filmo y amo.
Mis películas son subjetivas, interesadas y comprometidas. Pienso que no hay tiempo para la ciencia por la ciencia misma. Todos nuestros esfuerzos deben tender a mitigar o resolver esos problemas en lugar de sentarnos a mirar, contentos, con una tranquila, confortable y lucrativa posición de superioridad que a veces surge de la ciencia.
Pero lo que más lamento es que a pesar del esfuerzo que uno aplica a este trabajo, a pesar del amor con que uno enfrenta esta problemática, a pesar de que puedo llegar a comunicar a los marginados con los que no lo son, y que de algún modo pueden tener al alcance de las manos alguna solución para sus problemas, nunca logre cambiar nada en la vida de mis personajes. Por eso creo que mi cine es además de otras cosas un camino, y no una meta.
Jorge Prelorán
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