sábado, 19 de junio de 2021

La apasionante historia de Alice Guy, la olvidada pionera del cine de ficción

Al principio de los tiempos no había nada. Luego, vinieron el firmamento, los animales y la humanidad. Y en 1985, los primeros cineastas cogieron la creación y la encapsularon en un celuloide. Siempre ha habido discusión entre quién fue el inventor del cine. La corriente más extendida en Europa habla de los hermanos Lumière, quienes hicieron la primera proyección cinematográfica en el Salón Indio del Gran Café del Boulevard de París. Pero muchos estudiosos de la materia se refieren al estadounidense Alva Edison, inventor del primer proyector, el kinetoscopio, como el verdadero protagonista.


Aunque el debate siempre ha bailado entre estos dos nombres, hasta bien entrado el siglo XX no se había contemplado la figura de Alice Guy Blaché como la verdadera inventora del Séptimo Arte tal y como lo conocemos. Fue ella quien se ocupó de insuflarle una narrativa a los relatos que aparecían en la pantalla. Quizás sin su figura, el cine habría tardado mucho más en dejar de ser documental –la idea de los Lumière era recoger testimonios audiovisuales de lo que pasaba a su alrededor, con fines científicos, como se puede ver en Llegada de un tren a la estación de la Ciotat o El regador regado– y pasar a contar historias con las que soñar. Y para ello no solo hizo de guionista sino que interpretó el oficio de primera mujer directora de cine del mundo.

Alice Guy Blaché nació en el seno de una familia de clase media, y orígenes chilenos, en una pequeña población de Francia, Saint-Mandé, en 1873. Su padre era escritor y editor y le contagió a la francesa el amor por la literatura y las artes. En su veintena y tras la muerte de su padre, se formó como mecanógrafa para poder así mantener a su madre viuda y a sus cuatro hermanos. Comenzó a trabajar de secretaria para Léon Gaumont, un fotógrafo que entonces hacía sus pinitos en el cine primigenio desarrollando los proyectores de la época. Esto la llevó a conocer a Louis Lumiére y a todos los cinéfilos que estaban embelesados con las posibilidades de este nuevo invento. La mente de Alice se llenó de fantasías y le pidió a su jefe que le permitiese hacer una película.

El título de su primera obra fue El hada de los repollos (La Fée aux Choux, 1896), la primera adaptación literaria del mundo sobre un popular cuento europeo en el que los bebés varones nacen en repollos y las niñas en rosas. A pesar de las negativas de los Lumière, que no pensaban que el proyecto fuese a funcionar por ser mera ficción, fue todo un éxito. Gaumont la nombró productora jefe de la compañía.



Alice continuó con su sueño, luchando por mantenerse económicamente a través de la profesión. En 1906 llegó a realizar una película, La vida de Cristo, con más de 300 extras rodada en exteriores reales, los jardines de Fountainebleu. Aunque su vida cambió drásticamente un año después, cuando conoció a su marido, Hebert Blaché, un camarógrafo que trabajaba para la misma compañía que ella, pero en la sede británica, y con el que tuvo dos hijos.

Las aspiraciones de la pareja parecían ir al unísono. Al poco tiempo de conocerse se fueron a Estados Unidos para intentar abrir una filial de Gaumont en Nueva York. En 1910, se desvinculó del proyecto para crear el mayor estudio cinematográfico, precursor de Hollywood, The Solax Company, cuando su primer hijo tenía solo unos meses. Embarazada del segundo, creó otro referente estudio de cine, Fort Lee. Se dice que en empapeló las calles con el nombre de su estudio y el lema "Sé natural". En estos años realizó tres películas a la semana, haciendo un total de casi mil films con técnicas innovadoras y de todo tipo de géneros (western, comedias, dramas…). La Metro Goldwyn Mayer distribuyó sus realizaciones hasta 1918. Todo eran éxitos hasta entonces. Pero la carga de trabajo y su familia le obligaron a ceder el poder de Solax a su marido. Lo nombró director y ella se centró en escribir.


Cinco años después de montar este primer proyecto, Herbert la abandonó a ella y a sus hijos tras las faldas de una actriz con la que se mudó a Los Ángeles. En 1922 se separaron oficialmente y Alice, a pesar de haber sido una prolífica artista, se vio obligada por la presión de las deudas a subastar su estudio y posesiones. Volvió a Francia y nunca más dirigió una película. Con el tiempo, y la compañía de su hija, se mudó a Wayne, Nueva Jersey, donde pasó sus últimos años.

Murió en 1968 en un asilo de ancianos, desprovista del reconocimiento que se había labrado a lo largo de su historia. Aunque en la década de los 40 había escrito una autobiografía con un registro de todas sus películas e historia, no llegó a trascender. Intentó hablar con sus colegas de profesión –muchos de ellos, incluso su marido, se habían otorgado el mérito de sus metrajes– e historiadores de cine sin mucho éxito. A día de hoy, se sigue trabajando por devolver el reconocimiento y autoría a Guy. El primer éxito reseñable de sacarla del olvido fue una obra de la periodista Alison McMahan, Alice Guy Blaché: una visionaria olvidada del cine, publicada en 2006. En 2016, lo hizo en España la investigadora Alejandra Val Cubero, con la publicación Vida de Alice Guy Blaché.

Esto es solo una confirmación más de que la historia ha condenado a la mujer en un segundo plano. Mujeres que cambiaron el rumbo de la humanidad o que hicieron pequeños inventos que hicieron nuestra vida más fácil. Ejemplos de ello son también Ada Lovelace, hija de Lord Byron, como la primera programadora de ordenadores. O la actriz Hedy Lamarr, creadora del Wifi. Como ellas, miles de féminas a lo largo de la historia tuvieron que recurrir a sus padres, maridos, hermanos o compañeros de trabajo para poder compartir sus inventos con el mundo. Llevándose ellos todo el reconocimiento y borrando a las mujeres creativas y luchadoras de los libros de Historia.

Ana Arjona
Vanity Fair, marzo de 2021

 

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