lunes, 15 de agosto de 2016

Abbas Kiarostami, los ojos abiertos tras unas gafas oscuras

Hacía tiempo que Abbas Kiarostami sospechaba de la realidad. Probablemente la encontraba demasiado explícita, demasiado luminosa, demasiado real. Pese a hablar con toda seguridad inglés (y hasta francés), cada entrevista era meticulosamente traducida desde el farsi por su traductora de cabecera. Siempre la misma (lamento no recordar el nombre).



Probablemente, y de la misma manera que se protegía de la luz con unas espesas gafas oscuras, hacía otro tanto del incómodo trajinar de palabras que poco entienden y que apenas explican nada. Su verbo era pausado; su gesticular, grave, y su risa, rítmica. Le gustaba interrumpir su propio discurso con alguna leve carcajada que compartía, ante la cara de idiota del periodista, con su intérprete.

Ayer por la noche llegaba el anuncio de su muerte. Un cáncer gastrointestinal acababa con la vida del hombre que descubrió al cine la posibilidad del silencio, del tiempo que discurre dentro del propio tiempo. Hablamos de un cineasta empeñado en mantener hasta las últimas consecuencias la máxima de Bresson que exigía hacer cine por omisión, no por acumulación. "Vivimos un mundo polucionado de imágenes", acostumbraba a decir no tanto como una queja sino como la posibilidad de un reto. Y lo decía con el convencimiento del que entiende que para mirar hace falta aprender a ver antes. No basta la realidad, lo importante es lo que le da sentido. Y quizá por ello las gafas oscuras, la distancia de la traducción, la risa sonora...

"En los juegos entre el niño y la abuela / siempre pierde / la abuela", se lee en uno de los breves poemas que componen su libro Compañero del viento. Como ese extraño haiku, buena parte del trabajo del iraní consistió en ver por primera vez con exactamente los mismos ojos sorprendidos del niño o, mejor incluso, de la abuela que descubre en la felicidad del nieto la transparencia pura, aunque ya cansada, de su propia mirada. Por fin.

El lugar común dice que el cine de Kiarostami, desde sus primeros cortometrajes, es básicamente un elogio de la sencillez, de la inmediatez, de lo puro. Pero, en efecto, nada tan complicado, elaborado y necesitado de tantas historias como lo que se da por primera vez. Al fin y al cabo, lo original, lo único, no es más que el precipitado de miles de vidas que coinciden en el empeño titánico de mirar lo mismo y reconocerse, todos a la vez, en ello. Una palabra encierra necesariamente un universo.

Abbas Kiarostami nació en Teherán en 1940. Lo hizo bajo una dictadura imperial y, cuando ésta se derrumbó, le tocó aguantar la siguiente. Ésta teocrática. Y así durante una vida entera. "Las personas buscan formas de resistencia ante lo que no les gusta. Unos combaten. Yo creo mi mundo personal, y me alejo", decía. Y así era. Tras una formación más cerca de la fotografía, pronto empezó sus primeros trabajos cerca del milagro. En la década de los 80 empezaría a rodar sus primeras obras incontestables. Y ahí figuran ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), Primer plano (1990) o Y la vida continúa (1992).

Con los 90, llegarían cada una de las películas que le convertirían en referencia de un nuevo cine y en maestro de todos los que vendrían. Primero fue A través de los olivos (1994), una historia de cine dentro de cine rota en un cuento de amor (la película que clausura su trilogía Koker entre la ficción y la realidad). Premonitorio, justo y luminoso. Luego llegaría su Palma de Oro. El sabor de la cereza (1997) no es sólo la historia de un hombre que busca a alguien que le entierre después de su suicidio, es también el relato absurdo, descarnado y perfecto de cualquier hombre necesariamente solo. Cada plano robado a la realidad es fundamentalmente un ejercicio en el que la propia realidad es construida. El hombre al que el protagonista le confiesa sus fúnebres intenciones ni era actor ni sabía que le iban a contar lo que le contaban. De otro modo, ese sujeto era el mismo espectador de la película sorprendido ante el resplandeciente hallazgo de la peor y más triste de las confesiones. Y luego El viento nos llevará (2000).

Kiarostami rodaba con actores puros, también llamados no profesionales. Pero lo hacía no porque desconfiara de la técnica de los primeros, sino consciente del vértigo, empeñado en encontrar la complicidad de lo sorprendente, de lo irrepetible. Y por esa misma razón nadie ha retratado las retinas aún sin tocar de los niños como él. Le gustaban también los coches. Por su facilidad para multiplicar las miradas, instigar a las confesiones y esconder los artificios.

Kiarostami descubrió de la mano de Víctor Erice en sus Correspondencias la inmediatez resistente de la imagen digital. Kiarostami construyó un universo entero de espaldas al espectador en Shirin. El poema épico del siglo XII teje sus amores y traiciones en las miradas de innumerables actrices que prestan sus ojos al patio de butacas. Sólo se ve lo que queda en el vacío detrás de la pantalla. Brutal. Mágico. Kiarostami dibujó los límites mismos de la representación en su penúltima obra maestra, Copia certificada. Kiarostami inventó la mirada. Y así se lo reconoce una tradición que une a Bergman con Antonioni hasta llegar a él.

Kiarostami desconfía de la realidad porque nada es real hasta que no alcanza la compleja sencillez de su sentido. Kiarostami mira detrás de sus gafas oscuras con los ojos abiertos. "Hoy es complicado conseguir tiempo para hacer algo que no tenga función", dijo. Y ayer murió.

Luis Martínez
Diario El Mundo, Madrid, 5 de julio de 2016

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