Quien conoce a José Martínez Suárez, sabe cuanto es un amante de los detalles. Empezando por las iniciales M.S. cuidadosamente bordadas en sus camisas blancas, pasando por su famosa colección de búhos en las más distintas formas y tamaños, sumados a los retratos de familiares, amigos y alumnos a quien tanto quiere y que componen su escritorio particular, ya se puede tener una dimensión de la pasión que tiene por esas pequeñas cosas que componen todo un panel de su personalidad. Si trasladamos esa cuestión al ámbito cinematográfico, eso se profundiza más todavía. Ver El ciudadano, por ejemplo, ya es un ritual suyo que se realiza como mínimo una vez al año (y desde 1941, por lo cual él tuvo el privilegio de asistir a su estreno en Buenos Aires). Esa pasión de volver a ver determinadas películas no es algo menor, dado que allí se encuentra no solamente una búsqueda por vivir nuevamente esos relatos, sino también la oportunidad de encontrar aquellos detalles que se le escaparon en la última proyección.
Para quien todavía no lo conozca personalmente, el Cineclub La Rosa brinda la gran oportunidad de presentarlo en profundidad: a través de su obra. Es a partir de sus películas, que no solamente encontramos a José, sino también descubrimos el placer que él posee en desafiar la atención del espectador en esta búsqueda por los detalles. José, en el mejor sentido de la palabra, juega con la percepción del espectador, hace de sus films una oportunidad tan particular para pensar en temas como la amistad, la lealtad, la ética, así como una posibilidad para existir durante la proyección aquella sonrisa íntima de complicidad con el realizador, al descubrir pequeños matices que terminan por identificar a toda una obra.
Existen detalles más evidentes que tienen relación con sus raíces, como las citas que José hace en cada una de sus películas (en distintas formas) a su pueblo natal de Villa Cañás, así como la utilización de nombres de sus amigos de infancia para denominar a determinados personajes. Hay también pequeños detalles que asumen un tono de ironía, como cuando el personaje de Mara (Mecha Ortiz) en Los muchachos de antes no usaban arsénico, comenta “sobre aquel cineasta estúpido que tuvo que irse a Chile”, como referencia a la “inolvidable” experiencia de José como realizador en Viaje de una noche de verano, pasando por detalles que hacen referencia a un contexto socio-histórico, como por ejemplo la relación que existe entre los nombres de las avenidas donde sucede la carrera de ciclismo en Dar la cara. Los objetos también se hacen protagónicos, sea a través de aquel que tan insinuantemente conecta la mirada de Cairo y Ana en Noches sin lunas ni soles, o mismo en detalles tan mínimos, pero que revelan rasgos importantes de un personaje, como el particular ritual del Ingenieri en Los chantas, al tapar con una flor las “partes bajas” de una escultura, cada vez que sube las escaleras de la pensión donde vive.
El listado de pequeñas joyitas que uno puede disfrutar al ver sus películas es muy extenso y merece ser disfrutado (y descubierto) por cada uno en cada nueva proyección. Como si eso fuera poco, José incluso -en exagerado acto de humildad- ya afirmó no haber logrado ciertos detalles de forma suficientemente clara en algunas de sus películas, como por ejemplo el homenaje que planteó hacer al político Lisandro de la Torre en Dar la cara. Aún en los actos fallidos, se revela una vez más en José su lado obrero en la búsqueda para que el espectador sienta el placer de rencontrarse con su propia percepción durante las proyecciones.
José siempre fue un defensor de la idea de “la argamasa que une los ladrillos” como la forma posible para sostener la construcción de una casa. Eso revela su preocupación de que para sus películas no basta “lo que” será tratado, sino el “cómo” se tratará. Para hablar sobre la amistad, una tendencia en su obra, José la explora en sus más diversas formas, en la complicidad de los gestos, de las miradas, de las cuestiones que van más allá de lo que es dicho, de los detalles que unen esos ladrillos. Cómo no dejar de pensar en las miradas confidentes de la “santísima trinidad” para que el personaje de Pedro (Arturo García Buhr) no tome el veneno direccionado a Laura (Bárbara Mugica) en Los muchachos..., en las miradas agridulces y golpeadas por la vida entre Cardoni (Tincho Zabala) y el “Flaco” (Norberto Aroldi) en Los chantas, cuando se cuestionan sobre si “¿será que nos pinchó el bandoneón?”, en las miradas de esperanza que los amigos depositan para que el aspirante a crack Osvaldo Castro logre su deseada promoción en el medio futbolístico, o mismo en la frustración contenida en la mirada de Bernardo (Luis Medina Castro), al descubrir las fraudes de quien menos esperaba en el ámbito universitario.
Si puedo nombrar un placer en especial que tuve en conocer la obra de José, eso está contenido en haber encontrado los matices que componen su obra, en el cuidado que él tiene en contar con maestría a sus relatos, y en poseer consideración con aquellos espectadores cinéfilos que buscan elementos que profundizan al propio relato en sí. Rever sus películas siempre trae la posibilidad de disfrutarlas desde diferentes formas, frente a una mirada distinta. Eso más que revelar el rasgo de un autor que José posee, termina asumiendo un profundo respeto y preocupación por el placer del espectador, por el deseo en hacer de cada proyección de sus películas una nueva oportunidad en descubrir aquellos detalles que nos escaparon en la proyección anterior.
Rafael Valles
Especial para Cineclub La Rosa
El autor es documentalista, investigador y docente. Nacido en Caxias do Sul – Brasil, fue alumno del Taller MS en 2007, además de haber tomado diversos cursos en Buenos Aires, entre ellos la Maestría en Cine Documental, en la Universidad del Cine (FUC). Actualmente se encuentra en proceso de finalización del libro Fotogramas de la memoria - Encuentros con José Martínez Suárez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario