lunes, 17 de enero de 2011

El muerto que canta

Con motivo de la proyección de Vidriera Hitchcock (viernes 21 de enero a las 20 horas), rescatamos este artículo escrito por Rodrigo Fresán para el diario Página/12 un día como hoy, pero de 1999...


Parte John Lennon, parte Syd Barret, parte Bob Dylan, parte Ray Davies completamente Robyn Hitchcock... Este músico de músicos era, hasta hace poco, un saludable fenómeno de culto. En el nuevo film de Jonathan El silencio de los inocentes Demme amenaza con volverlo un poquito más famoso. Pero no hay que preocuparse demasiado: pocas probabilidades de que un tipo que escribe canciones sobre el cáncer y lobotomías le gane a Celine Dion.

En el film Storefront Hitchcock -saludable retorno de Jonathan Demme al documental rock de ideas luego de su celebrado Stop Making Sense junto a los Talking Heads allá lejos y hace tiempo-, el músico inglés aparece, con la indolencia de un maniquí animado, instalado en la vidriera de un negocio de la calle 14 de New York, acompañado por una guitarra, hablando, cantando, guardando silencio, volviendo a hablar. Diciendo cosas como: “Esta es una de las canciones más alegres que he escrito. Se llama ‘The Yip Song’ y trata sobre la muerte de mi padre. Era pintor y novelista. Murió de cáncer”. Y entonces el músico inglés arranca con ganas y una sonrisa. Y, de acuerdo, es una melodía saltarina y feliz por más que los versos digan y canten cosas como “La septicemia siempre vence / Límpianos ahora con tu mueca sanadora / En coma por arriba, en coma por abajo / La sangre es preciosa, ¿sí o no? / Yo creo en la cirugía, eso es un hecho / Creo en hacerla fácil / Creo en la cirugía, pero nunca actúo / Creo en hacerla fácil / Este viejo, ya se fue; ya se fue y lo siento tanto”. Adentro, en el pequeño set que ha armado Demme, el público -escondido- sigue el ritmo entusiasmado; afuera alguien pone su cara contra el vidrio para ver qué es lo que está pasando ahí adentro. Y están pasando muchas cosas. Conozcan a Robyn Hitchcock.

EL TEMA
Ya se dijo: el tema favorito de Robyn Hitchcock -tema de sus canciones, tema de conversación, tema de lo que sea- es LA MUERTE. Con mayúsculas. A no confundirse: no el miedo a la muerte o a morir. LA MUERTE. Y punto. Final. Y principio. Desde el principio -desde principios de los 70- fue así, desde sus años liderando la banda psicodélica y underground inglesa. The Soft Boys. Tres álbumes imprescindibles de lo que hoy es considerado, para el nuevo brit-pop, lo que The Velvet Underground fue para la música de garaje norteamericana. A Can of Bees (1979), el magistral Underwater Moonlight (1980), Invisible Hits (1983), y The Soft Boys 1976-81, recopilación de grandes éxitos y rarezas. Ahí, ya aparecen canciones como “A Sandra le están extirpando su cerebro” o “Sólo las piedras permanecen”. Más tarde, solista o en banda, otros títulos terminales: “Nunca dejes de sangrar”, “Cuando yo estaba muerto”, “Entonces eres polvo”, “¿Dónde vas cuando te mueres?”, “Mi esposa y mi esposa muerta”, “Devorada por su propia cena”, “Hágase más oscuridad”, “Señor Mortal”, “Una calavera, un portafolios, y una larga botella roja de vino”, “Quita tu cuchillo de mi espalda”, “Suena formidable estar muerto”. Pero, atención, la música de Hitchcock no es depresiva ni deprimente. Todo lo contrario. Suenan, sí, formidables estas canciones sobre estar muerto. Música que -por atemporal- difícil que se ponga de moda. Allí adentro conviven el primer Pink Floyd de Syd Barret, los últimos Beatles de John Lennon, el Bob Dylan con perpetua visión de futuro y la nostalgia progresista de Ray “The Kinks” Davies. Surrealismo realista. Y, antes que nada y después de todo, la idea sustantiva de que todos nos vamos a morir. Temprano o tarde. “Mi música no está diseñada para los niños. Está diseñada para adultos como niños. Y en cuanto a mi obsesión con la muerte... Es la única cosa de la que nunca podrás escaparte y, al mismo tiempo, la única cosa que nunca llegaremos a conocer bien. La clase de regalo de Navidad que nadie quiere abrir para averiguar que hay ahí adentro. Otros, en cambio, no pueden esperar a arrancarle el papel y ver de qué se trata. Así de fascinante y intimidante es el asunto. Así que no puedo pensar en algo que sea más atractivo que la muerte. Todas las religiones se concentran en la muerte. Y, por supuesto, la muerte mientras estamos vivos es la forma en que nos relacionamos con nuestras inseguridades. Uno no necesita de la religión cuando es joven porque tiene a sus padres. Pero entonces uno crece y empieza a prestarle atención, y tal vez reconciliarse, con la idea de que quizá nuestra vida termine de golpe, en el próximo minuto. Por eso, lo mío es la muerte. Y el tiempo. Y el sexo. Tenemos la muerte y, por lo tanto, tenemos que ocuparnos de reemplazarnos a nosotros mismos. Si no existiera la muerte, probablemente no existiría el sexo. Por eso el sexo siempre está ahí. Va a ser lo último en irse. La gente va a estar fornicando durante el fin del mundo. Bien por ellos. Tomamosa la ley de la gravedad como un hecho y el hambre y la empatía y la pasta de dientes. En cambio yo, que soy una persona básicamente insegura de todo salvo de mis propios apetitos y mi propia muerte, tal vez me las arregle para irradiar eso en mis canciones. Mi obra es, por lo tanto, discretamente corrosiva. Muy despacio yo voy carcomiendo la estructura del mundo tal como se lo conoce y se lo acepta. Es mi pequeño grano de arena para descubrir qué es lo que hay debajo de toda esa arena.”


LA CANCION
La canción más representativa -su canción favorita, además- de Robyn Hitchcock se llama “Airscape”. Aparece en Element of Light -luminoso opus 1986 de R.H. junto a su banda The Egyptians- y es la puesta en letra y música de una epifanía o satori o lo que ustedes prefieran. La sentida descripción de la playa de la Isla de Wight. “La isla con forma de diamante de la que vengo yo”, explica Hitchcock en uno de los monólogos introductorios a sus canciones que constituyen buena parte del atractivo de Hitchcok en vivo (del mismo modo que los libritos de sus compacts se ven siempre enaltecidos por sus cuadros, dibujos y cuentos) que el reciente compact Storefront Hitchcock: Music from the Jonathan Demme Movie ha convertido en algo portátil y posible a la vez que demuestra la necesidad de registros live para la justa apreciación de los méritos de un artista.

“‘Airscape’ trata sobre las playas de esa isla donde quiero que se esparzan mis cenizas cuando yo muera. Mi lugar favorito en el mundo y el sitio a donde he estado yendo todos los veranos a lo largo de mi vida. Allí puedo sentir el paso del tiempo como algo palpable. Puedo verlo en los acantilados, en las diferentes capas de roca como si se tratara de una torta gigante que se ha venido cocinando a lo largo de millones de años. Siglos y siglos de acumulación de tierra y polvo y arena. Uno puede medir lo infinito en esa playa y el modo en que tu pequeña y humilde existencia puede llegar a modificarlo o no. Cada año camino por esa playa, un poco más viejo y un poco más gordo... y la cuestión es que la arena también erosiona. El suelo es muy blando allí, se deshace y la playa pierde unos metros más y el océano avanza. Así que nada me cuesta imaginarme, cuando miro mar adentro, que por ahí solían caminar las personas, personas que ahora no son más que fantasmas caminando sobre médanos fantasmas cubiertos por las olas.”

LA FELICIDAD
Lo que no implica que Robyn Hitchcock no sea un tipo feliz y que sus canciones -ya se lo dijo, no importa que traten del cáncer de su padre- no sean felices. Claro que la felicidad de Hitchcock no es ja ja ja ja sino -diferencia fundamental- je je je je. La felicidad de Hitchcock pasó por sitios diferentes y pocos frecuentados en el rock de siempre y de aquí y ahora. Aun así, señas particulares reconocibles: unavoz nasal en el centro exacto entre Lennon y Dylan, melodías cristalinas que pueden remitir a The Byrds pero, también, a cierto desaforado burlesque inglés del Soho. El tipo de música que le gustaba a Jack el Destripador pero también a Sherlock Holmes, seguro. Hitchcock se sabe antiguo pero no anticuado. Mejor proustiano, como Ray Davies. Y la coherencia y solidez de una línea de conducta le alcanza y le sobra para llevar un buen pasar y la vida sin tensiones de un saludable fenómeno de culto admirado por una estable legión de fans, buena parte de la crítica y hasta bandas com R.E.M. que -sintiéndose en deuda- consistió en funcionarle como músicos de sesión a la altura de 1991 y Perspex Island, uno de los mejores trabajos de Hitchcock. Pero lo viejo de Hitchcock y lo nuevo de Hitchcock no ofrece muchos cambios. Hitchcock siempre es bueno.

“Nunca trato de hacer algo nuevo. Ni siquiera escucho mucha música nueva y mi ropa sigue siendo del tipo que usaba y se usaba en los 60. Es gracioso, supongo que estoy pagando el precio de haber sido un adicto terminal a la moda durante mi adolescencia. Ahora permanezco detenido en el pasado. No tengo complicaciones y tampoco soy uno de esos iracundos a destiempo. Me divierto. Pienso en todo lo que admiro a Dylan pero también pienso en cómo destruyó la diversión trayendo tanta furia a la música popular. No sé, miro mi colección de discos y pienso que me gustaría escuchar un poco de música que no fuera tan enojada. Así están las cosas ahora, de Dylan a Radiohead. Prefiero un poco de soul o las canciones de Cole Porter. Algo que no esté tan teñido de malevolencia. De acuerdo, alguien tenía que hacerlo, pero la música pop blanca nunca se repuso de toda esa furia liberada por Bob. Y a mí me cuesta tanto enojarme.”


LA MELANCOLIA
Pero a Hitchcock poco y nada le cuesta ponerse melancólico entendiendo a la melancolía como una de las Bellas Artes, aquello que hace al hombre superior al resto del reino animal exceptuando a los siempre melancólicos cuadrúpedos de Disney. Pero es poco probable que los estudios de Mickey Mouse le encarguen canción a Hitchcock. Para eso está Elton John quien, seguro, le arrancó para siempre la oportunidad a Hitchcock de pergeñar sentido réquiem-pop sobre Lady Di. Algo sobre hierros retorcidos y princesa en fuga y noches y estrellas y morir en París. La melancolía en Hitchcock no es la melancolía de Lennon a la altura de “In My Life”, pero sí la de “A Day in the Life”. La melancolía en Hitchcock no es el reproche clasista de Ray Davis en Arthur pero si la cariñosa elegía por un pasado irrecuperable del mismo músico a la altura Village Green Preservation Society.

Cuatro álbumes solistas configuran la indispensable Tetralogía Hitchcock de Decadencia, Muerte y Regeneración: I Often Dream of Trains (1984), Eye (1990), You and Oblivion (1995), y Moss Elixir (1996). Allí -lejos de su banda y de casi todo- Hitchcock canta sobre trenes que ya no corren, edificios que ya no están, los deseos de haber sido una linda chica, la luz sacra de las catedrales y los ventanales de los hoteles, la buena conducta de los ojos y la mala disciplina de ciertas miradas, los atardeceres en las novelas de Raymond Chandler y las noches en los cuadros de De Chirico, la vertiginosa lentitud del amor y la velocidad inerte de las cosas. Quienes no quieran arriesgar tanto de golpe y prefieran una suerte de menú degustación con un poquito de todo, ahí está el práctico y antológico nunca-grandes éxitos que es Uncorrected Personality Traits: The Robyn Hitchcock Collection o se puede pasear sin prisa por su web-site oficial The Museum of Robyn Hitchcock donde -a la altura del guardarropa- se nos informa que nuestro héroe fue “concebido en Estocolmo, 1952, para nacer al año siguiente en Paddington, Londres”, se nos advierte que el museo todavía está en construcción, que todos los visitantes son bienvenidos y que la historia continúa.

LA PELICULA
O, también, buscar y encontrar Storefront Hitchcock en su disquería amiga. En CD y en vinilo. Porque son dos álbumes diferentes. El primero es simple pero complejo. El segundo es doble y obedece a la necesidad confesa de Hitchcock de que “desde el Blonde on Blonde de Dylan que tengo ganas de tener mi propio disco doble”. Los dos -juntos o por separado- ponen de manifiesto aquello que el músico siempre dijo: “Para mí tocar mis canciones en vivo es un poco como soñar en público con los ojos bien abiertos”. Y ahora todo eso -los cangrejos, los tomates, los dioses egipcios, los sapos, las enfermedades, las avispas, los amores malditos y la bendición del sexo- están en la película de Jonathan Demme. El director -fan de siempre- y el músico se conocieron en un show y se hicieron amigos. Rápido. “Nunca me habían ofrecido hacer una película”, dice Hitchcock, “Así que me pareció que lo más educado era aceptar”. La puesta de Storefront Hitchcock es engañosamente sencilla pero casi brutalmente reveladora: un músico con guitarra eléctrica o acústica en la vidriera de un negocio cantando a solas -a veces acompañado por otra guitarra o un violín-, un frente a cuatro cámaras y un público invisible. A veces de día, otras de noche. Los contrapuntos visuales a las canciones son contados pero decisivos: una lamparita, las fechas de nacimiento y muerte del padre de Hitchcock. Hay clásicos como su “Glass Hotel” o el “The Wind Cries Mary” de Hendrix, pero también novedades compuestas a medida: “1974” -el año en que Hitchcock empezó a tocar profesionalmente en los pubs de Cambridge- es una obra maestra instantánea donde se habla de la época “donde todo se detuvo, el año en que la revolución alcanzó la inercia”, o el aguerrido “Let’s Go Thundering” o antiguos susurros como “I’m Only You” donde una sentida canción de amor divino es presentada con un monólogo anticlerical donde insiste en ser “una persona eminentemente espiritual. Creo firmemente en Dios. Pero la manipulación ejercida por la religión organizada siempre me pareció algo peligrosamente cercano a la pornografía”. Allí, más adelante, canta y dice: “Soy un espejo rajado de lado a lado” y, a la altura del estribillo: “A veces cuando estoy solo nena, soy nada más que tú”. De eso se trata y de eso trata el mundo según Robyn Hitchcock. La posibilidad de no dejar de ser uno mismo para, primero, intentar convertirse en aquello que más se ama. Una vez conseguido esto, el cielo o el infierno son el límite. Muchos -el psicodélico Syd Barret devenido carné de electroshock- se pierden por el camino o, en el mejor de los casos, terminan haciendo el ridículo. Lo raro, lo que lo vuelve imprescindible, es que este músico nombre de bandido justiciero y apellido de siniestro director de cine se mueve con gracia, no pierde el equilibrio, canta sus sueños, sin que eso lo prive de cerrar el negocio -puede oírse en el compact antes del final- con una conversación donde Hitchcock se pregunta de dónde habrá salido ese pelo en su comida kosher. Lo que, seguramente, no demorará en inspirar alguna canción sobre los pelos, las playas, los muertos, el todo y la nada.

Esas cosas.
 
Rodrigo Fresán
Radar, Diario Página/12, 17 de enero de 1999

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