Reproducimos un artículo publicado hoy en el diario Página/12 en el cual se hace referencia a nuestro Cineclub, con declaraciones del director, Emiliano Penelas, y del diputado porteño Raúl Puy, quien a instancias nuestras presentó un proyecto de fomento a la actividad en la Legislatura porteña.
Proyectan en espacios poco convencionales, subsisten con el aporte de sus socios o la colaboración a la gorra. Pero a pesar de ser parte esencial del circuito cultural porteño, los cineclubes de la ciudad están legalmente a la intemperie.
Funcionan en casas tomadas, en habitaciones especialmente acondicionadas o en salas oficiales. Algunos proyectan películas de dudosa legalidad; otros preestrenan superproducciones. Sirven café, tortas, copas de vino. Cobran cuota mensual, bono contribución o simplemente pasan la gorra. Los hay especializados en clásicos, los hay vanguardistas. Antiguos reductos para entendidos, los cineclubes son un muestrario de emprendimientos que pugnan entre crisis y nuevos hábitos de consumo por diversificar la estancada variedad de oferta. “Buscamos formar un público que pueda romper con los hábitos audiovisuales adquiridos por la imposición del mercado cinematográfico estadounidense, y que pueda estar abierto a otras culturas poco difundidas”, señala Ernesto Flomenbaum, al mando del cineclub TEA, que ideó en 1988.
Sin embargo, pese a lo arraigados que están en el circuito cultural, resulta difícil establecer con exactitud cuántos de estos emprendimientos hay en Capital Federal. “Aparecen y desaparecen con gran velocidad, e incluso hay propuestas que no se asientan”, afirma el delegado de la regional Buenos Aires, una de las diez que conforman la Federación Argentina de Cineclubes (FACC), Carlos Müller, quien además programa sus propios ciclos en el cineclub Dynamo.
Siempre al margen de la parafernalia comercial y alejada de los parámetros de exhibición tradicional, este movimiento encuentra su génesis en 1928, cuando el entonces crítico León Klimovsky (décadas después también director y guionista) comenzó a idear lo que un año más tarde sería el Cine Club Buenos Aires. Desde la surrealista Un perro andaluz hasta los primeros dibujos animados de un por entonces ignoto Walt Disney, este espacio exhibió decenas de films destinados a ser clásicos. El proyector se apagó cuando culminó la temporada de 1931, y al año siguiente ya no se encendió. La calidad del material exhibido fue insuficiente ante la escasez de público y la falta de archivo propio.
Pero Klimovsky aprendió (y aprehendió) la lección y dedicó los años posteriores a coleccionar films y a pensar una ingeniería financiera junto su nuevo socio, otro cinéfilo tanto o más apasionado que él, Elías Lapzesón. Los números cerraron en 1937 y fundaron el Cine Arte. Entre los miles de espectadores que concurrieron al cine Baby (hoy teatro ND/Ateneo) y luego a la sala Cine Arte –construida en 1941 gracias al éxito de las de 160 funciones proyectadas durante cuatro temporadas– estaba Salvador Sammaritano. La cinefilia de este quinceañero quedó huérfana cuando las salas comerciales y la economía indómita e impredecible de la posguerra provocaron que el binomio cerrara definitivamente su espacio en 1945.
Pasó menos de una década para que el vicio de aquel adolescente deviniera en profesión. En agosto de 1954, el entonces estudiante de abogacía encabezó un “núcleo de jóvenes amigos del cine”, tal como rezaba el programa, que alistó un viejo Kodascope y proyectó el film mudo La carreta, del norteamericano James Cruze. Era la primera función de las casi 7200 que tiene el Núcleo en su haber.
El Núcleo cuenta con el apoyo fundamental del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, que los domingos y martes le cede una sala del antiguo Gaumont –hoy Espacio Incaa Km 0– para sus ciclos de retrospectivas y preestrenos, respectivamente. “Nosotros subsistimos con la cuota de los socios. Si bien pagamos los impuestos cinematográficos y nos hacemos cargo de los gastos durante la función, el grueso del costo es el espacio”, explica Alejandro Sammaritano, director desde 2001, cuando su padre Salvador enfermó. Carlos Affur, mandamás del Buenos Aires Mon Amour (BAMA), comparte la visión de su colega: “El lugar es fundamental, te allana gran parte del camino”.
El siguiente escollo es la inversión y la futura rentabilidad, o no, del proyecto. Affur afirma que el acondicionamiento del departamento de San Telmo donde se instalaron hace un año les demandó entre 10 mil y 15 mil dólares, que lentamente recuperan con el bono contribución que cobran en cada función.
Sin embargo, el riesgo económico podría reducirse si la Legislatura porteña diera luz verde al proyecto de ley presentado por el diputado de Diálogo por Buenos Aires, Raúl Puy, que contempla la creación de un Registro Unico de Cineclubes y el otorgamiento de un subsidio anual por un “valor similar a cinco remuneraciones mínimas del personal de planta permanente del Ministerio de Cultura”. Según el Centro Documental de Información y Archivo Legislativo (Cedom), esta iniciativa se presentó en octubre de 2008 y fue girada en noviembre a las comisiones de Cultura, y de Presupuesto, Hacienda, Administración Financiera y Política Tributaria, ya que implica la erogación de dinero por parte del Estado.
“Dentro del concepto macrista de la cultura será muy difícil que la traten”, vaticina Emiliano Penelas, asesor del funcionario y programador de los cineclubes La Rosa y de la Asociación Cristiana de Jóvenes, en sintonía con el pensamiento de Puy: “Mi impresión es que no va a ser tratado en la actual Cámara. Creo que no le están dando la importancia que merece”, se queja el legislador. A dos meses de la renovación de las Cámaras y comisiones, aún descansa en Cultura.
“Ideamos este proyecto basándonos en la Ley de Protección y Fomento de Bibliotecas Populares”, agrega el también director de fotografía, en referencia a la normativa sancionada en 2006 y reglamentada un año después, que otorga a esos espacios autónomos una suma anual para la compra de material bibliográfico y desarrollo de actividades sociales.
El proyecto de Puy busca “la protección, el desarrollo y el fomento”, según reza su fundamento, pero deja de lado la forma y el contenido de las proyecciones, dos aspectos que conforman una tendencia que genera posiciones encontradas entre los miembros del movimiento: la exhibición de películas ilegales.
“El público sigue privilegiando ver cine en el cine antes que en un televisor o la computadora”, reflexiona el rosarino Alfredo Scaglia, presidente de la FACC y director del cineclub de su ciudad, cuando se lo consulta vía mail sobre la piratería. Amada por quienes no imaginan la divulgación del cine sin ella, odiada por los puristas que aún creen en la sublimación que produce una sala a oscuras, el fílmico y la inmensidad de la pantalla blanca donde repentinamente se dibuja una historia en movimiento, la descarga de películas de Internet es para todos una realidad latente.
Ante esa competencia, los cineclubistas coinciden en señalar la importancia del programador, cuyos criterios de elección le dan a cada espacio una impronta propia y distintiva. Desde el BAMA y su apuesta por las óperas primas que circulan por festivales hasta La Gomera y sus ciclos de animación y cine oriental, una programación lógica y coherente forja un séquito de seguidores incondicionales ávidos por una plusvalía que complemente la visión de una película. “El cineclub tiene una función cultural de difusión, discusión y enriquecimiento de la apreciación del cine dirigida al espectador común”, señala Flomenbaum. Pero esta diversificación es quizás utópica ante los infinitos vericuetos de la burocracia. Sin reconocimiento por parte del Instituto de Cine y desamparados ante la ausencia de un marco jurídico que organice y regularice la actividad, algunos sienten que esa falta de apoyo los ubica al margen de la ley.
“Queremos abastecernos de películas que no encuentran un lugar en la cartelera comercial, ser un lugar alternativo y no un espacio clandestino. Es importante lograr un reconocimiento, ya que así tenemos un crecimiento bastante acotado”, se quejan desde el BAMA. Para el delegado porteño de la FACC, Carlos Müller, el mayor problema no es la subsistencia sino “la dificultad para asentar el movimiento y para saber cuáles son las reglas de la exhibición alternativa”. De allí que la Federación planee un encuentro en el inminente Festival de Mar del Plata, con varias entidades de todo el país. “Estamos analizando cómo podemos insertarnos en la ley de Cine. Tenemos que presentarle alguna propuesta interesante al Incaa para que nos considere. Estamos recorriendo un camino trabajoso, pero bien posible”, se esperanza el dirigente.
Sin embargo, hay muchos cineclubes que difícilmente consigan amparo bajo el paraguas judicial. Ejemplo paradigmático es un espacio que funciona en una casa tomada en Barracas. Allí, a cambio de una colaboración a voluntad, se ofrecen las películas que están en la cartelera comercial bajadas de Internet. El delegado porteño sabe que el Incaa difícilmente apoye una iniciativa semejante. “No le vamos a decir a un cineclub que queda afuera de la Federación. Todos los cineclubes son bienvenidos y tienen nuestro apoyo, pero no podemos pretender que la ley de Cine los incluya también a ellos –asegura Müller–. El Instituto tiene intereses con los distribuidores y exhibidores. Además, la entrada en el circuito legal implica el abono de un impuesto cinematográfico que no todos están dispuestos a hacer. Por eso pensamos en la categorización de las membresías, estableciendo una diferencia entre las plenas y las adherentes. La FACC no puede imponerles a nuestros miembros el cobro de una entrada mínima o que pasen determinada película”, concluye el programador del Dynamo.
Entre debates y discusiones internas, con los bolsillos vaciados de dinero pero cargados de voluntad, compartiendo café o vino, al aire libre o en salas comerciales, mientras existan películas que merezcan difusión, que disparen ideas y reflexiones, los proyectores seguirán imaginando verdades a 24 fotogramas por segundo.
Por Ezequiel Boetti
Diario Página/12, martes 3 de noviembre de 2009.
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