El film, que acaba de regresar a las salas porteñas en una versión remasterizada en 4K, pudo haber sido protagonizado por Charles Chaplin o Laurence Olivier.
Con el retorno de las salas cinematográficas a la ciudad de Buenos Aires tuvo lugar también el regreso a las carteleras de Federico Fellini, uno de los nombres más importantes de la historia del cine de todos los tiempos. De aquél que redefinió para siempre al cine italiano y construyó un sueño onírico y fantástico que también cambió (o supo interpretar) la identidad de toda Italia. Porque, se sabe, ya no existirá Italia sin pensar en Fellini y tampoco podrá algún hecho grotesco en cualquier lugar del mundo, preso de surreal desmesura, no pensarse como “fellinesco”; aunque la parodia esconda en rigor la mirada pesimista del genio del cine italiano sobre la especie humana y, asimismo, un duro juicio moral sobre un cinismo cincelado en esas frívolas conductas.
Pero, ante todo, Fellini fue un director fiel a sí mismo, a sus constantes obsesivas, a sus anhelos artísticos, a sus experimentos visuales dotados de una singular poesía que escondían la mirada, que nunca dejó de ser, del pequeño provinciano deslumbrado con la gran ciudad. Remitirse a su cine es, automáticamente, evocar títulos y momentos que se confunden con la propia vida hasta convertirse en una marca indeleble. Para los más jóvenes, lejos de la cinefilia nostálgica, resulta una experiencia visual y de descubrimiento de los sentidos que, en muchos casos, promediando el medio siglo de vida de sus grandes trabajos, siguen deslumbrando con su intensa modernidad.
Allí se ubica también 8 ½, presente en la cartelera en una copia impecablemente remasterizada y que tuvo el mejor promedio de espectadores de todas las actualmente en cartel y permite el doble regocijo del retorno al cine y con un título a la medida de la pantalla grande y de la leyenda de la sala a oscuras. Tal como sucedió en un lejano 15 de febrero de 1963, en Roma, y como recordaba el no menos memorable guionista Césare Zavattini sobre su primera proyección en la salita de la productora Titanus: “...después llegó Patti, después Moravia y un minuto más tarde Pasolini, pero la luz ya se había apagado y en la pantalla aparecía sobre fondo negrísimo el título muy blanco del film de Fellini. No me aparté más, ni un milímetro siquiera. La cosa transcurría como si fuera una premiere de Chaplin. La gran sombra de Carlos Emilio Gadda pasó delante mío sustrayéndome un fotograma. Las primera imágenes fueron cosas jamás vistas: un atascamiento de autos en la Puerta Pinciana, y las caras de la gente constreñida a mirarse en la tregua desde detrás de las ventanillas, estaban esculpidas monumentalmente en el silencio”. Así fue la primera proyección privada del hoy fundamental título del cine para aquellos privilegiados espectadores.
Para Fellini, 8 ½ representaba el exorcismo de la brutal crisis creativa luego del rotundo suceso de La dolce vita, el film que nadie había querido producir y que luego produjo ganancias millonarias junto a un éxito arrollador. De allí el título, porque antes de esta película Fellini había dirigido siete películas y parte de otras realizaciones colectivas, y había decidido narrar su conflicto como creador metaforizado en el perfil de Guido Anselmi, el director de la ficción encarnado –como no podía ser de otra manera– por Marcello Mastroianni.
Desde entonces, críticos, estudiosos e investigadores han tratado de enunciar aquello que para el propio director fue imposible de explicar: dónde comienza la autobiografía y termina la fantasía, o viceversa. Una película que encierra otra película y es “la construcción en abismo”, según el teórico Christian Metz o “un complejo sistema de capas superpuestas”, de acuerdo al juicio de Angel Quintana. En cambio, lo que sí puede reconstruirse es la desmesura, los pasos caóticos, la búsqueda intuitiva desde la cual Fellini comenzaba a gestar una película y que, en este caso, incluyó a Laurence Olivier como el rostro de aquél director extraviado.
Fueron meses de viajes a Londres, llamados y contactos. Y un buen día, tal como había ocurrido con la primigenia idea de convocar a Charles Chaplin para el mismo papel, todo se desvaneció. Como en muchas de las convulsionadas instancias de sus otros filmes, nunca se sabrá a ciencia cierta en 8 ½ si Laurence Olivier se negó o Fellini se desilusionó. O a fin de cuentas, como también se debatió en su época, si sólo buscó perder tiempo hasta poder redondar la idea de la película mientras era perseguido, como siempre, por sus productores. Para Mastroianni la explicación fue más sencilla: “El motivo fue que se dio cuenta de que Olivier le venía grande como actor, y que iba a ser difícil que le diera lo que él quería; sencillamente era demasiado distinto de Federico. Yo me parecía mucho más a él: soy católico, débil, antihéroe...”.
Con todo listo y sólo un somero horizonte descriptivo del personaje comenzaron innumerables escrituras del guion, elaborado por Fellini, Ennio Flaiano, su colaborador Brunello Rondi y Tullio Pinelli, que sugirió el título La bella confusione. Ya con varias versiones, una pensión romana en la periferia de la ciudad brindó el aislamiento necesario para que Fellini y Pinelli elaboraran una versión cercana al original y que, en rigor, sólo llegó a manos de Marcello Mastroianni para ser un elemento decorativo en la cotidianeidad de un set de filmación marcado por la creación libre. A todo el resto del elenco, sólo le llegaban –en el mejor de los casos– unas hojas sueltas con algunas líneas de diálogo pero que no permitían siquiera sospechar cuál era el devenir de la obra en su conjunto. Anota Deena Boyer en su libro 200 días con Fellini, la filmación de 8 ½, que fue solo en el último minuto que Fellini decidió hacer del personaje de Mastroianni un director de cine; poco antes había comenzado a escribir una carta al productor Rizzoli anunciándole su renuncia a un proyecto que, en rigor, ya lo esperaba con todo listo. La síntesis perfecta la explicaría Claudia Cardinale: “Federico me quería rubia, Luchino me quería morocha. Con Fellini uno no tenía guion, todo es improvisación. Cuando él rodaba, todos los actores venían a verlo porque él era magia. El plató era como un circo, las gente gritaba a sus teléfonos. Él no podía rodar sin ruido. Con Visconti, lo opuesto: como haciendo teatro. No podíamos decir una palabra. Todo era muy serio”, diría sobre su experiencia simultánea en los sets de filmación de Ocho y medio e El gatopardo.
El rodaje de Ocho y medio se inició el 9 de mayo de 1962 y culminó a comienzos de octubre de ese mismo año, pero el inicio fue con guardias de seguridad y un rodaje a puertas cerradas que permitiera tener a salvo la filmación de curiosos, periodistas y ocasionales visitantes. En las jornadas del mes de mayo se rodaron las escenas del cuarto de hotel de Guido, su baño, las escenas del comedor en el hotel de Carla y algunas escenas finalmente descartas en el primer montaje. El avance era meticuloso pero lento, cuidadoso del detalle hasta la exasperación pero también como reflejo de la permanente improvisación. La única constante fue la leyenda que pegó debajo de la cámara y donde podía leerse: “Recuerda que esta es una película cómica”.
De un rodaje sin curiosos, Fellini pasó a un set por el que desfiló toda Roma, e incluso encargó a su amigo Gideon Bachmann, un corresponsal de revistas norteamericanas el cual sabía Federico que se encontraba en apremios económicos, retratar con su cámara todo lo que ocurría tras bambalinas. Las tres mil fotografías dan cuenta de un rodaje que involucraba a los personajes más variopintos de la sociedad romana y a visitas que se daban todas las tardes con figuras de la alta sociedad italiana a directores como Joseph Losey o a estrellas absolutas como Sophia Loren. Esos retratos incluso permitieron a Bachmann reconstruir la escena final de
8 ½ que tuvo dos relatos posibles. De acuerdo al guion, Guido y Luisa (Anouk Aimée) se sientan en el coche comedor de un tren con destino a Roma y en un momento, Guido levanta la vista para darse cuenta de que todos sus personajes están allí, antes de entrar en un túnel. Luego se rodó otro final, alternativo, y que fue el elegido gracias a las recomendaciones del guionista Tullio Pinelli para tratar de dar un cierre que no fuese tan oscuro. El periodista también asistió junto a Fellini y Nino Rota al visionado del primer corte de la película, de cuatro horas de duración, y que –contrariamente a lo que se cree– fue filmado con sonido directo pese a los gritos, innumerables indicaciones, e incluso los cambios en los diálogos que luego Fellini introducía en la posproducción. Otras imágenes de
8 ½ pueden verse en la espléndida muestra
El centenario de Fellini en el mundo, que puede verse actualmente en el Museo Nacional de Arte Decorativo.
Dieciséis películas, un especial para TV y un ballet son la síntesis profesional de casi treinta años de amistad entre Fellini y Nino Rota, que significaron en el campo musical una presencia activa de la partitura como parte de la narración misma. Aunque Fellini explicara a Camilla Cederna que había en 8½ mucha menos música que la habitual: “Solo hay un motivo de Rota, que es una delicada marchita de circo ecuestre. Naturalmente, y con su acostumbrada gracia, Nino se ocupará de las uniones entre fragmento y fragmento, y también de muchas adaptaciones”. Empero, hoy resulta imposible pensar en 8½ sin la música que es, muy probablemente junto con las de
La strada, La dolce vita y
Amarcord, parte indivisible de la experiencia cinematográfica.
Sin embargo, el tema más famoso de
8½ fue compuesto para el
trailer de la película y luego, cuando quedó definido ese final de pasarela circense, fue Fellini el que decidió sumarlo al film incluso sustituyendo el que había sido pensado a tales fines, la
Marcia dei gladiatori del compositor checo Julius Fucik, que se integraba así a pasajes de
La cabalgata de las valquirias (Wagner),
El barbero de Sevilla (Rossini),
Gigolette (Lehar) o el
Cascanueces (Tchaikovsky), con arreglos de Rota, junto a otras de su propia autoría y que volverán a estar presentes como la nueva orquestación para Cadillac, originariamente compuesta para
La dolce vita. Desde entonces la música será un protagonista más en el cine de Federico Fellini.
En ese rodaje descomunal no faltaban los perfiles de las mujeres que se integraban a la historia de Guido Anselmi como Carla (Sandra Milo), la amante ideal; Luisa (Anouk Aimée), la esposa acomplejada, y fundamentalmente Claudia (Claudia Cardinale), la mujer perfecta. También resulta inolvidable la Saraghina (Edra Gale), que evoca las pulsiones sexuales de la adolescencia. Pero ninguna de ellas la pasó demasiado bien en el rodaje. A Sandra Milo, Fellini la obligó a engordar varios kilos y llegar al set para rodar con Marcello una escena de comida: “Muy bien, Sandrina, come, bebe, di algo”, indicaba Fellini en una toma que se repitió dieciséis veces y que cada seis o siete tomas llevaba a Milo a vomitar el muslo de pollo que había vuelto a comer. Ante el desconcierto del elenco, era Mastroianni quien ponía paños fríos invitándolos a dejarse llevar por la situación.
Hace más de una década, Lina Wertmüller recordaba a este cronista su encuentro con Federico que, además, fue su ingreso al cine: “Conocer a Federico era como abrir una ventana y ver un paisaje que te gustaba mucho, pero que no sabías que podías ver de esa manera. Hasta
8 ½ yo nunca había hecho cine y siempre había estado refugiada en el teatro, pero con Federico era un placer inmenso el mundo del cine. Era extraordinario trabajar con él en el set. Muy particular, creativo y lúdico, no le importaba nada que no estuviera dentro de su juego. Todo lo que pueda decir es poco. Federico era magnífico. Me acuerdo de cuando recorríamos Italia en busca de locaciones para
8 ½ y acababa de hacer “Le tentazioni del dottor Antonio”, uno de los episodios de
Boccaccio 70. La chica que cantaba “Bevete più latte, il latte fa bene” era la misma que en una escena toma helado en la terraza donde el doctor Antonio echa a una mujer. Federico tenía un amor inmenso por esa niña y ella por Federico, no podían separarse. ¿Cómo terminó la historia? La madre y la niña con nosotros de viaje, porque ninguno podía estar sin el otro”.
Ovacionada en el Festival de Cannes, donde se presentó fuera de concurso, fue premiada en el Festival de Moscú a pesar de las presiones recibidas por el Jurado Oficial de seleccionar para el lauro una película que “contribuyera a la paz y la amistad entre las naciones”. Stanley Kramer llevó la voz cantante para un premio más que merecido para el film de Fellini. Poco más tarde llegaba a Hollywood, donde se alzaba con el Oscar a la Mejor Película Extranjera, y uno más para el diseño de vestuario de Piero Gherardi. Cuando todos descontaban el Oscar al mejor guion original, sin embargo, la Academia premió a
La conquista del Oeste, de Henry Hataway. A la Argentina, llegó el 8 de octubre de 1963 a los cines Opera, Premier, Ideal y otras seis salas barriales a 107 pesos de entonces, con distribución del sello Columbia.
Dos días después de la primera función privada en Titanus, Alberto Moravia publicaba en L’Expresso: “El personaje de Fellini es un erotómano, un sádico, un masoquista, un mitómano, un temeroso de la vida, un nostálgico del pecho materno, un tonto, un mistificador y un tramposo. En algunos aspectos se parece a Leopold Bloom, el héroe del
Ulises de Joyce a quien Fellini muestra en varios lugares que ha leído y meditado. La película es toda introvertida, es decir, en esencia es un monólogo interior que alterna con escasos atisbos de la realidad. Fellini ilustra la neurosis de la impotencia con una precisión clínica impresionante y, quizás, a veces incluso involuntaria. [...] Los sueños de Fellini son siempre sorprendentes y, en sentido figurado, originales; nunca en los recuerdos brilla un sentimiento más delicado y más profundo.” El retrato en varias dimensiones de la voz de un genio ya era parte del legado inmortal del cine demostrando la construcción del artificio desde su mirada más íntima, pero también desde su matriz más espectacular. Una vez más de visión ineludible,
8 ½ demuestra poéticamente que el caos de un creador de ilusión le ganó a la crisis contemporánea más grande y real que tuvo el cine desde sus orígenes. Solo Fellini pudo dar a través de los tiempos tamaña lección de historia.
Pablo De VitaDiario La Nación, 13 de febrero de 2021